MARÍA, ESCUCHA EL CANTO DE LA LLUVIA
Por: Yomar Rodriguez
Promotora de lectura Programa Leer para Sanar
Se habla en los pasillos del
hospital algunas veces casi cuchicheado otras con la voz un poco más audible,
nunca ha sido mi interés enterarme de ninguna situación, pero las personas
suelen encontrarnos con sus deseos de ser escuchados, quieren hacer visible ese
dolor y esa angustia que genera ver la enfermedad como un cosmos de sin
respuestas, sin duda la incertidumbre es cruel, aún más que el dolor y el
quebranto de la enfermedad.
Hoy recuerdo el día que conocí a
una preciosa dama, una mujer con la que me sorprendí entre llantos por encontrar
pequeñas complicidades poéticas y una enorme sensibilidad.
A María le llevé por primera vez
la oda a la bella desnuda de Neruda, ella me había visto a lo lejos con el
carrito porta libros, y sin poder movilizarse en medio de pispiadas y pequeños
gritos captó mi atención, me acerqué a su habitación y descubrí una mujer mayor
con unas manos largas y delicadas, que me habló como si me conociera. Saludo de
beso y me solicito que por favor leyera un poema de amor del que dijo descreía,
pero que sin duda le permitía sonreír, yo que también descreo del amor
convencional, le dije que podíamos leer un poema de Mario Benedetti, que era lo
más “meloso” que llevaba, ella asintió, y leímos no uno, sino varios. Después
de esto nos despedimos. Me dijo que le dejara un libro, que las horas eran
largas y que nadie vendría a verla, así que le deje a Pablo Neruda. Fue muy
bello verla tocar el libro, como si fuera un animalito al que se le acaricia el
lomo hasta serenarlo y traerlo hacia nuestro ser, la observé con parsimonia en
sus acciones, mientras tomaba sus datos, al retirarme, algo me decía que
ella no podría leerlo, se le notaban los ojos cansados y una marcada y pronunciada sombra morada de
las gafas sobre el tabique, sin embargo me retire a seguir el oficio del día.
Al pasar unas horas quise volver
a visitarle, aproveche un momento y la vi ahí recostada con el libro en las manos aun cerrado. Salude otra vez pero
en esta ocasión no fue tan expresiva,
pensé que estaba triste y solo atiné a decirle que pasaba a ver si se le
ofrecía otro libro, me miró por un rato y soltó en llanto, quedé perpleja, decidí
darle un abrazo y ella se dejó caer sobre mi hombro, luego con algo de pena se limpió
las lágrimas y me hablo, dijo que lloraba “porque ella era muy bruta” así tal
cual fue la frase. le dije que eso era algo absurdo que todos lloramos, y
que es normal hacerlo, retomó la frase añadiendo “que ella era de verdad muy bruta porque no sabía leer y ya
estaba muy vieja para aprender y más ahora que no tenía ojos para eso”
Se lamentó y nuevamente sus lágrimas
aparecieron. Quise dejar que se desahogara, sentí que no solo era el hecho de
no saber leer, sino que también había ahí muchos sentimientos pasados y
presentes que le motivaban a ello; sin embargo no pregunte nada, le dije que
ella sabía leer, porque no todo en la vida era letras y números, que también
había la capacidad de entender los rostros y la forma de las nubes, de escuchar
los gestos y silencios, que bruto era aquel que usaba la violencia y la grosería, que
ella no tenía nada de eso, sonrió con bondad, me dijo que tenía razón, pero
igualmente le dolía no saber hacerlo, me contó que se había casado a las 14
años y que toda su vida la había pasado encerrada cuidando de su marido y a su
único hijo, el cual había muerto ya hacía algunos años atrás, que nunca quiso
aprender a leer, porque se sentía cada vez más vieja para hacerlo, que se
empezó a alejar del mundo y cuando su esposo murió ahora sí que menos
quería aprender, se sentía como desvalida por no saber nada, dijo que nunca
le falto nada, ni comida ni vestido, pero que le faltaba ese conocimiento y que
se sentía tan inútil, me dijo que había vivido como una “mata de decoración” en
la casa, y ahora ya no era nada ni siquiera eso, Le escuché con atención, ella
prosiguió diciendo que le gustaba la poesía, porque su esposo compraba música y
ella escucha las letras de la canciones y que ya más adelante se dio por
enterada que vendían poesía para escuchar, así que todo cuanto sabia de poesía
era escuchado, nunca leído. Me pareció muy admirable en medio de todo imaginar
su vida entre símbolos ilegibles a su entender pero con un oído tan sensible y
enamorado de las palabras. No pudimos continuar aquel día con más lecturas ni
confesiones, pues llego el médico a realizar su chequeo diario, así pues volví
a mis labores. En esa semana, leímos y cantamos boleros siendo ninguna de los
dos muy diestra en el arte de la interpretación nunca se quejaron los vecinos.
Son tan especiales los pacientes, seres
humanos que tienen las puertas de su alma sin llaves o cerrojos, algunos con una translucidez que no dejas de mirar
para cada dentro encontrando y maravillándote con cada pedacito que te cuentan de
sus vidas; no es fácil entender la vida de los otros, quizás nunca entendemos
ni siquiera un poco de la nuestra. Con María caminé por las líneas de un
sendero que tenía matices de llanto, de sonrisas, de piedras que no dejaban
cruzar y de puentes que se alzaban dándonos a entender que somos orillas que se
juntan. Ella extendía sus manos a los libros como pocos lectores, pasaba las páginas
dejando su sonido entre las hojas, sentía la textura del papel, como si fuera
una sibarita de tramas y líneas… ella se emocionaba imaginando ser la que le leía,
yo me emocionaba imaginado ser tan buen escucha como ella. Trajé poemas de mi
casa para compartir, desmenuzamos parte de nuestras de vidas, ella se reí a de
mi manera de ser, yo me sentía comprendida por un ser que nunca me había visto,
pero que lograba hacerme sentir cómoda y cómplice.
Fueron tan solo diez días en los
que se sacudieron la rutina y se masticaron las horas dejando un poco de
alegría.
Cuando empecé a escribir las primeras líneas
de este informe les hablé acerca de lo que se escucha en los pasillos, del
silencio de la barahúnda, retorno a esas líneas, porque un días después de
dejar a María un fin de semana en una cama blanca y un espacio que para ella se
convirtió en una fuga a su continua necesidad de escuchar y de ser atendida…
llegando a su habitación escuche los rumores tristes y dolosos de su muerte mis
pasos hacia la habitación se volvieron pesados quería girar y hacerme la que no
había escuchado nada, ignorar quizás una realidad que es cotidiana para mí,
pero que con María hubiera querido a lo menos verla una última vez y leerle el
nocturno de silva;
Ese bello retazo de la noche y la
sombra larga que tanto nos gustaba y a las dos.
Su vecina de cama, me saludo como
se saluda a alguien en duelo, me tomo las manos y confío que María había muerto
el domingo en horas de tarde, que al parecer murió durmiendo, porque nunca hubo
un grito o alguna señal de padecimiento en la agonía, que había muerto sola, y
que solo hasta al final una mujer también mayor estuvo en el momento del deceso.
En los pasillos muchos me miraron
como asintiendo en medio de sus rutinas el derecho a estar triste, a perder un
pedazo de lo que somos con cada amigo que se va. No lloré ahí, aunque mis ojos
estaban empapados de lágrimas, aguante
hasta llegar a la bodega de los libros, caminé en silencio recordando el rostro
de una mujer que en sus últimos días me compartió el amor tan grande por algo
que hacemos todos los días pero que quizás por eso obviamos.
Entre susurros se escucha el
pasar de las páginas en el hospital, el
tiempo y la vida que con la muerte nos alimenta la memoria como un animalito obstinado
nos hace sonreír, llorar y dejar ir.